Reflexión 27 de Septiembre 2020

“Háganlo todo sin quejas ni contiendas, para que sean intachables y puros, hijos de Dios sin culpa en medio de una generación torcida y depravada. En ella ustedes brillan como estrellas en el firmamento…” (Filipenses 2. 14, 15).

Continuamos hoy en la carta del apóstol Pablo a los hermanos de la iglesia ubicada en Filipos, pero ahora nos detenemos en ésta exhortación que hace a los hermanos respecto de la conducta esperada de ellos, dentro de la Iglesia y frente a la sociedad y cultura que los rodeaba.

Increíblemente, Pablo vincula el carácter de ellos y la reacción de éste frente a los sucesos y circunstancias que probablemente debían enfrentar en la vida cotidiana, con el testimonio del evangelio que debían encarnar.

Al parecer, eran circunstancias un tanto complejas y difíciles, dado el consejo del apóstol que les dice “háganlo todo sin quejas ni contiendas”, pero que no los justificaba ni les permitía apartarse de algo superior que les había sido dado por Dios mismo, la integridad y la pureza de vida. Desafío no menor si consideramos que estas virtudes los hacía ser llamados legítimamente “hijos de Dios”, los cuales debían ser intachables.

¡Qué desafío y qué tensión! por cuanto se esperaba de ellos una conducta virtuosa ante la mirada de toda una generación que Pablo caracterizaba como “torcida y depravada”, lo cual los exponía a la burla, al rechazo, a la discriminación, como finalmente ocurrió en la persecución que vivió la Iglesia.

Pablo les aseguraba que esta conducta íntegra y pura iba a sobresalir en medio de tanto pecado y tanta corrupción, y lo ejemplificó con la luz de las estrellas que brillan en la obscuridad, a pesar de lo lejos que puedan estar, como ocurre verdaderamente al mirar el firmamento.

Es precisamente en este capítulo que Pablo aborda la conducta de humildad del creyente y la total ausencia en él de una conducta contenciosa, y señala: “No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos. (Filipenses 2. 3), pero no lo exhorta como un llamado a cultivar relaciones interpersonales respetuosas, sino que pone como ejemplo a Jesucristo, y reafirma su instrucción agregando: La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y, al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Filipenses 2. 5-8). Pablo no esperaba menos de los filipenses, ¡la actitud de ellos debía ser como la de Cristo!

Hermanos y hermanas queridos, sin duda que este llamado a los hijos de Dios no ha cambiado. Dios en su soberanía permitió que estas cartas, inspiradas por el Espíritu Santo, hayan quedado accesibles a la Iglesia de hoy, por lo que debemos asumir el desafío que Pablo les hizo a los hermanos en Filipos.

A diferencia de la sociedad de esa época, la nuestra está totalmente abierta e íntimamente interconectada apreciándose una multiplicidad de creencias, doctrinas, ideologías, que alimentan un sincretismo que confunde a muchos creyentes, amén del pecado, la injusticia, la violencia y la sensualidad que proliferan de manera alarmante.

Pero en ésta realidad, hoy somos nosotros los que estamos llamados a brillar, y a hacer manifiesta nuestra condición de hijos de Dios a través de la entrega solidaria y generosa, sin la discusión, la disputa, la pelea, o la queja y la murmuración. En definitiva, ¡a tener la misma actitud que tuvo Cristo!

Jesús hizo notar el mismo desafío a sus discípulos en el Sermón de la Montaña cuando les dijo: Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no puede esconderse. Ni se enciende una lámpara para cubrirla con un cajón. Por el contrario, se pone en la repisa para que alumbre a todos los que están en la casa. Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo” (Mateo 5. 14-16). ¡Ayúdanos Señor!

Pr. Guillermo Hernández P.